domingo, 8 de marzo de 2009

[A dos cuadras]

Te despiertas una mañana y compruebas que ha vuelto a suceder. Colchones que amanecen fríos, huecos, con los pliegues de una manta tapizando el lugar que ocuparon la noche anterior unos labios, unas nalgas o una vida, ahora ya no lo sabes muy bien. Miras fijamente el pucho, que todavía humea y resplandece en una esquina del cenicero, y te das cuenta de que va siendo hora. Tienes la conciencia aún por vaciar pero has aprendido a hacer lo correcto, en este mundo de hormigón no queda espacio sino para lo yermo, lo baldío. Para aceras interminables y versos quebrados por el amanecer.
El amor, la eterna esperanza a la que vivimos abandonados, es una palabra inabarcable pero que ahora se estila reducida a un puñado de sentimientos precocinados. De la “eterna gran cuestión” ha pasado a ser tan solo un asunto pendiente. Un mísero punto en una lista de la compra. Así que no te queda mas remedio que abrir el frigorífico y sacar uno de esos corazones que compraste ayer en la sección de congelados del supermercado. 15 minutos en el microondas, et voilá. Tu corazón de sábado por la noche está listo. Después de todo has de estar dentro, necesitas entrar al trapo. Sentirte parte de algo, aunque eso no sea más que un truco de magia. Pura ilusión. Secuelas de un pecho asolado por el tiempo y los excesos, por unos labios que van dejando cicatrices con sabor a carmín. Ambos sabemos que aquel mundo de ventanas abiertas y nubes de importación que tanto anhelaste se hizo añicos en tu retina, tan solo conservas un puñado de lluvia en los zapatos y 20 cajas de caramelos extraviadas en el corazón (el de verdad, ese que escondes tras el espejo). Y es que ahora cualquiera puede encontrarte deslizándote en mitad de la noche, cambiando recuerdos por un poco de calor.